“Conservaos en el amor de Dios, esperando la compasión de nuestro Señor Jesucristo para vida eterna.” Judas 21.

Pertenecemos a la familia de Dios, resultamos ser sus criaturas y él nos ha de instruir en relación a lo que habrá de acontecer en el tiempo venidero. Se requiere una postura alerta y una búsqueda ferviente como entrenamiento para los importantes sucesos que pronto se manifestarán. Los hombres y personas maduros en Cristo no debieran usar todo su tiempo de reflexión en la contemplación y la contemplación. En tanto nos rendimos en silencio a la meditación y oración, cuando nos retiramos de la distracción y el alboroto para construir comunión con Dios y discernir cuál es su plan para nosotros, no debemos pasar por alto que tenemos que comunicar un aviso de amonestación al planeta.
Henoc caminó con Dios y proclamó un mensaje de advertencia a los pobladores del planeta anterior. Sus palabras y actitudes, su ejemplo de piedad, fueron un mensaje constante en favor de la luz. En una generación que no propiciaba el desarrollo de un modelo limpio y consagrado, como la nuestra, él experimentó una vida de sumisión. Tan colmada estaba la humanidad de iniquidad que el Señor la purificó con un Diluvio. Fue como si el mundo se hubiese trastornado a fin de vaciarlo de toda maldad.
El patriarca era consagrado porque vivió con Dios como el Señor quería. En su testimonio el mundo tuvo una ilustración de cómo serán aquellos que han de ser elevados en las nubes para encontrar al Señor en el aire en ocasión de su regreso. Así como fue la experiencia de Enoc ha de ser la nuestra. La piedad personal debe ir ligada con las más enérgicas llamadas y exhortaciones. Hemos de mostrar lo que está ocurriendo y lo que pronto Cantares 7, vendrá. Se nos ha enseñado a ser, en lo que exige diligencia, “no descuidadores, ardientes en espíritu, dedicados al Señor”. Hemos de ser fervientes en nuestros intentos por preparar el paso ante el Rey: en preparar un remanente para la aparición del Señor. En nuestro trabajo al Señor debiera reflejarse un ánimo ferviente. Las lámparas del alma deben estar llenas y encendidas.
El ministerio que ofrecemos a Dios requiere la plenitud de la mente, del espíritu y de las capacidades. Hemos de dedicarnos a Dios sin límites, a fin de ofrecer una imagen celestial y no mundana. Debe manifestarse un despertar de la sensibilidad, para que la mente pueda reaccionar plenamente a la labor que se debe llevar a cabo en todas las esferas, nobles y humildes, ricas y necesitadas, formadas e ignorantes. Debemos mostrar una compasión semejante a la del buen Pastor quien abraza a los débiles en sus brazos y cuida su rebaño de todo daño y lo lleva por caminos firmes. Los discípulos de Cristo debieran ejemplificar amabilidad y empatía y un profundo impulso de enseñar las verdades que serán de vida eterna para todo aquel que las acepte.